
Para superar esta situación, es obligatorio medir el impacto real de la COVID-19 entre la población más vulnerable, en términos de pobreza multidimensional y factores de riesgo relacionados con las condiciones previas de salud. Es decir, ¿cuál es la distribución de los enfermos y los muertos de acuerdo a la incidencia e intensidad de las principales carencias o privaciones no monetarias que afectan sus condiciones de vida? Es obligatorio conocerlo para poder actuar con equidad, es decir, priorizando nuestras intervenciones entre los que fueron y están más afectados. Comparto a continuación el texto de mi artículo sobre el tema, hoy en La Estrella de Panamá.
Desigualdad y pobreza multidimensional entre los afectados por la COVID-19
No será una tarea sencilla, pues son muchos los panameños que viven en condiciones de pobreza multidimensional. De hecho, hace tres años el porcentaje de personas en estas condiciones se ubicó en 19.1%, lo que representó 777,752 personas. Lo equivalente a 138,410 hogares. La mayoría de las personas en estas condiciones, son miembros de nuestras comarcas indígenas, muchos campesinos, y ciudadanos que habitan los cinturones de pobreza que rodean nuestras principales ciudades. Estoy seguro que hoy, luego de siete meses de epidemia, ese número de personas se ha incrementado exponencialmente, y debe haber superado el millón de compatriotas.
Lo que sabemos hasta ahora, es que el 60% de los enfermos habitan en solo 25 corregimientos. No conocemos las condiciones de trabajo e ingreso de los afectados, ¿tienen trabajo o lo perdieron?, ¿pertenecen a ese millón de panameños que padecen la pobreza multidimensional?, ¿qué medidas se deben tomar para reforzar los programas de protección social a fin de proteger a las personas más vulnerables de posibles impactos en la salud y de las consecuencias socioeconómicas de la epidemia?
Como si fuera poco, la desigualdad y pobreza que caracteriza a la mayoría de las víctimas de la enfermedad, está directamente relacionada con el hambre y la desnutrición. Por tanto, es de esperar que los ingresos monetarios de las familias panameñas en estas condiciones, no llegan a cubrir la mitad del costo calórico de la canasta básica familiar por mes. Por lo tanto, no parecen estar en capacidad de protegerse contra el hambre y, muy probablemente, la están padeciendo de forma ocasional o permanente; lo que limitará, sobre todo entre los niños, sus posibilidades de desarrollo físico y mental pleno, y, por ende, sus posibilidades de acceso a un trabajo bien remunerado en el futuro. Pero tampoco conocemos las condiciones nutricionales de los panameños más afectados por la COVID-19.
Además, no perdamos de vista, como nos lo recuerda la OIT, que, en el primer trimestre de 2020 se perdieron unos 150 millones de empleos a tiempo completo y millones de personas más perderán sus medios de vida en los próximos meses. La pregunta es entonces ¿cómo proteger a nuestros ciudadanos, salvando sus vidas hoy, garantizando el acceso a un sistema de salud integral, y liberándolos de la pobreza mañana?
En este contexto, el gobierno hizo público al inicio de su mandato, su compromiso de “cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, lo que implica que, de aquí al 2030, erradicaremos la pobreza extrema y reduciremos al menos a la mitad la proporción de hombres, mujeres y niños de todas las edades que viven en pobreza en todas las dimensiones”. Lo que nadie podía imaginarse, fue que al inicio del 2020 llegaría una pandemia de COVID-19, que “pondría en pausa” la ejecución integral de muchos componentes del Plan Estratégico de Gobierno. Pero ahora que estamos comenzando a controlar la epidemia, como lo demuestran todos los indicadores disponibles para ello; las necesidades de la población siguen siendo las mismas o se han exacerbado producto de la enfermedad y las pérdidas económicas en todos los niveles de la sociedad. Para garantizar la equidad de las intervenciones debemos comenzar por medir el impacto de la enfermedad en la salud y la economía de los panameños más vulnerables.
